Tallo con mi única herramienta
- el escueto buril de mi palabra -
pequeñas estatuillas de monstruos y deidades,
con los que conjurar al dios de los jazmines
o a la alegría punsó de los ceibales,
amigables vasijas donde vierto
el vino que mi júbilo o mi pena
maduran con respeto
para brindar,
con quien desee hacerlo,
por todos los abrazos y las risas,
por los que luchan por lo frágil de la vida,
por los que siguen caminando,
por los que la impotencia ha detenido.
En mi torpe banco de trabajo
pergenio ínfimos autómatas,
invasores efímeros de almas,
artilugios inútiles de ensueño sospechoso
que mienten, agasajan, vociferan,
en escenas montadas sin red ni tramoyistas,
sopas de piedras con cebollas
para engañar espíritus dispuestos.
Armo engranajes que atraen ciertos ojos
y que mueven, solamente,
las piezas que desean ser movidas.
O ninguna de ellas, tantas veces.
Trato de dar forma a esos objetos
que podrán servir (o no)
para la reflexión,
para el divertimento,
para el mero pasatismo,
para empatizar con el dolor o el contento.
Humildes artefactos de placer
que forja mi entendimiento.
Y si acaso cincelé
en la tosca caliza de mi lengua
algún poema
fue para regalar
a quien quisiera aceptarlo
una preciada esquirla,
punta de flecha de descarnado sentimiento,
trisa de mi alma en la que encierro
el vértigo de mi sangre,
el verdor de mi mirada,
la presión de mi pluma en el papel,
la honestidad de unos versos.
☛ DHB
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