En la verde transparencia de los tallos,
en la rugosa mudez de las cortezas,
en el blando sedimento de los ríos
y en la terca superficie de las piedras,
en el fofo socavón del hormiguero,
en la campana golar de los zorzales
y en la erguida gratitud con que la espiga
a la lluvia retribuye en los trigales,
en la suave indiferencia de los gatos,
en la sencilla superstición del trébol,
en la risa borboteante de los niños
y en la exaltada alegría de los perros,
en el cánon que interpretan los batracios
bajo el halo blanquecino de la luna
al compás de los violines de los grillos
a la vera fantasmal de la laguna,
en la fría incandescencia del lucero,
en la plumosa parábola del pájaro,
en el jugoso mordisco de las frutas
y en la vertical estoica de los álamos,
en la blanca plenitud de los jazmines
que desgarran la epidermis de la noche
desangrándola en torrentes de fragancia
hasta vaciarla de penas y reproches,
en los ojos sin descanso de los peces,
en el manto subyugante de las selvas,
en el espumoso yodo de los mares
y en el cribado candil de las estrellas.
Allí están, así: sin pompa ni artificios,
sin grandilocuencia, sin ambigüedades,
dándonos en toda su magnificencia
pequeños mensajes y grandes verdades.
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