A los seis años uno apenas comenza a salir del estado larval (aunque algunos no lo consiguen en toda su vida) y yo era una larva algo temerosa ante los extraños, bastante solitaria, pero lo suficientemente curiosa como para ser optimista con respecto a mi vida social. Claro, no para un ¡waaaaaaa! ni nada cercano, pero sí para lograr ser discretamente sociable.
Con ese temor y esa curiosidad comenzaron mis días en el Club de Niños de Gas del Estado, algo completamente nuevo para mí. Relacionarme en grupo, desarrollar actividades conjuntas con otros chicos (y chicas ¡ay!), pasar un fin de semana completo fuera del cascarón hogareño (cosa que no me costaba cuando era dentro del ámbito familiar) rodeado de extraños, era un panorama sobrecogedor: susto y curiosidad. Y algo de anhelo.
En los momentos de actividad libre (ya que todo estaba muy bien programado) solía recorrer los rincones de ese predio enoooorme observando plantas, bichitos, arrimándome a la orilla del arroyo para ver correr el agua, dispersar los manojos de renacuajos y mojarritas, y demás divertimentos propios de la edad.
Así pasaron los primeros fines de semana sin mayor variación: yo me acoplaba al grupo cuando las circunstancias lo exigían pero volvía a mi reocncentrado universo a la primera posibilidad de escape.
Pero, casi sin darme cuenta, de a poco, algo cambió. De una manera natural, se podría decir de una manera “silvestre”, una nena de cabello largo, oscuro, de ojos levemente tristones y una voz algo disfónica, comenzó a acompañarme en mis excursiones. No recuerdo si conversábamos, supongo que cambiaríamos algún comentario sobre el barro del arroyo, el olor del musgo de la orilla, o la pestilencia que brotaba cuando removíamos el limo podrido con un palo. Tampoco recuerdo cuánto duró esa amistad tácita, tal vez no más de un año.
Los años fueron pasando y, pese a seguir viéndonos y tratándonos casi todos los fines de semana (hasta que ya no concurrí más a ese hermoso club), ya cada uno fue armando su propia historia y tomando los sinuosos caminos de la adolescencia, que a veces nos dejaban más cerca, a veces más lejos. Sin embargo el recuerdo de esos días de compañía espontánea, sin solicitudes, sin planteos, sin holas ni adioses, es uno de los tesoros más preciados de mi infancia, y cada vez que pienso en ellos siento una llama cálida y una dulzura indecible en mi pecho.
Gracias, Adriana.
— DHB
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