I
La repentina sangre de la tarde
trae en su llovizna
de pompas transparentes
pequeños arcones
nostálgicos y amarillentos.
II
Cuando el hilo de cobre del ocaso
tensa sus cálidos reflejos
comienzan a asomar
como lunas ambiguas
tus profundos ojos negros.
III
Las dagas vespertinas quiebran
los cristales más altos de las torres
alargando sus sombras prepotentes
que arrean en silencio
pequeñas muchedumbres
a las bocas de los subtes.
IV
El polvo se levanta en los potreros
en un alboroto de piernas y balones
el mate se instala en las veredas
y el exceso de cuidado en las macetas
se derrama desde los balcones.
V
Como implacables monolitos
las sombras y el frío van creciendo
mientras el viento arrumba en los umbrales
hojas secas y niños harapientos.
VI
Plic
el cielo desgrana sus certezas
Plac
estallando en las hojas
Plic
resbalando en las cortezas
Plac
y en ondas armónicas
Plic
la tarde se ríe
Plac
de mi idiotez melancólica
Plic
Plac
Plic
Plac.
VII
Quema sus ruedos en la huída
la tarde apresurada,
y en verdes y violetas pinceladas,
confundida,
trastroca sus celestes.
Arden los bordes del oeste
- crepuscular herida -
con llamas de mi sangre peregrina,
pena ecuestre
sin rienda ni herradura.
Y, por fin, llega la negrura
con su habitual despliegue
de estrellas y misterios que se vierten
en la oscura
marmita de mi alma
y convierte
hastío y amargura
en luces que golpean mi ventana.
VIII
Cuando el sol sumerge su melena
en la refractante laguna
de rubores y mostos enlazados
y la sensual mano del ocaso
nos toma suavemente
y nos lleva
al cálido rincón de las intimidades
algo se enciende:
sobre los restos humeantes de su hoguera
un nuevo fuego,
recóndito,
secreto,
nos da una luz distinta.
Desde esta nueva perspectiva,
a través de estos cristales
extraños,
cautivantes,
apreciamos las texturas,
descubrimos las grietas diminutas
que la calcinante vigilia cotidiana
oculta con sus luces agresivas.
No te duermas.
No cierres los ojos.
Asomate.
— DHB
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