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Cuando la inmortalidad me alcance
levándose de un soplo
todos mis movimientos,
comiéndose mis carnes,
pulverizando mis huesos;
cuando la noche encienda
en mis ojos sus luceros
y opaque la mirada terrenal
que habita en estos cuencos
rebosantes de asombro,
inyectados de anhelos
y cuando, al fin, mi voz se vuelva
un eco perdido
en el caracol del tiempo
ese día, amor,
no habré muerto.
Seré más que nunca
un ente completo
y podrás descubrirme
riendo intermitentemente
en la criba nocturna
que cose lentejuelas
en los tules del cielo;
me verás en el follaje
agitado y umbrío de mis sueños
saludándote en agridulce
bienvenida de verdes pañuelos;
estaré ondulando,
delicado como nunca,
el agua que recibe a la hoja
en su abrazo concéntrico;
podrás escucharme
cantar entre las piedras
brillantes del arroyo
donde los renacuajos
en su anuro dialecto
corearán al unísono
“Daniel está contento”;
y en la intimidad de tu cuarto,
cuando la pena amenace
turbar tus pensamientos,
seré una fina brisa
que por los intersticios
de puertas y ventanas
colará su insistencia
y te besará el cuello.
Por eso no me llores
cuando llegue mi momento,
no le creas a nadie
que te diga que he muerto:
en el olor de la lluvia,
en el rugir de las olas,
en la colosal montaña,
en el calor del desierto,
en el huracán furioso,
en la risa de los niños,
en el guijarro que rueda,
en la canción a lo lejos,
en la abeja zumbadora,
en los jazmines nocturnos,
en la hormiga tesonera,
en el nido del hornero,
en todo lo que te rodea
comprobarás que no es cierto.
— DHB
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Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera