Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas... necesarias

OrquideAlucinadA

Voces de la piedra ancestral


Cierta vez, en un paraje cuyo nombre no recuerdo y cuya ubicación se pierde en el laberinto de los tantos caminos recorridos, en unas montañas húmedas y tapizadas por una frondosa vegetación, coronadas (engoladas, a mejor decir) por unos festones nubosos y con una llovizna constante esmaltando piedras, hojas y troncos, me topé con una pared de roca viva cortada a pico en una de las laderas que nunca recibía la luz del sol.

Su vertical imposición, verdosa de antiguos escurrimientos, percudida por un sarro mohoso en el que los continuos goteares habían rayado un código de paralelas incógnitas sólo indescifrables para quienes, como yo, desconocen el lenguaje antiguo de las gotas, estaba encajonada en un cubículo de dos metros de profundidad por cinco de altura, más o menos, y un ancho de algo más de medio metro.

Recuerdo el frío flotando encerrado en ese penumbroso recoveco y el silencio, que parecía activarse ni bien yo ingresaba a su acogedor misterio. Era como una porción independiente del paisaje embotellada en otra dimensión aunque conectada con el entorno por la permeabilidad de unos tabiques insustanciales.

Inevitable era tocar esa tabla por cuya superficie se deslizaban las gotas como transparentes insectos corriendo una descendente carrera hacia las raíces de la mole madre. Las yemas de mis dedos brillaban con esa agua misteriosa que no se sabía de dónde venía ni hacia dónde derivaba, porque, si bien escurría hacia abajo, no había charco alguno ni hendidura por donde desaguar, parecía una líquida faja sin fin en su giro permanente.

En la opalescencia de ese virtual claustro a veces se refugiaba una abeja, una mariposa, un ciempiés, un colibrí. El viento parecía esquivo a ese habitáculo, se asomaba pero no entraba, como presintiendo la presencia de otros aires, más antiguos, con una prosapia jerarquizada por siglos de respiraciones ancestrales.

Yo estaba extasiado en ese nimbo de secretos por descubrir y, poco a poco, adentrándome en el pétreo silencio del recinto, fui percibiendo un rumor de voces provenientes de ese lugar impreciso de la lejanía y el tiempo. Queriendo descubrir el punto de origen de esa letanía arcaica acercaba mis orejas a las paredes, auscultaba el piso, me asomaba al exterior, y al fin tuve que asumir que esos susurros estaban encapsulados en el aire contenido en esa celda natural. Entonces agucé mi oído, presté atención mediante un arduo esfuerzo de abstracción y pude distinguir, percibir, la monótona plegaria que flotaba en ese pequeño universo de historia condensada.

Esas antiguas voces que parecían brotar de la piedra repetían rítmicamente su melancólica llamada:

“¡Aquí estamos, aquí perduramos, desde aquí hablamos a nuestros hermanos!”

DHB