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… o cómo puede o no cambiar la realidad.
Amamos de la belleza lo que en ella vemos de nosotros mismos. Lo sé: no es una idea nueva, pero en estos tiempos tan aplanados, tan avasallados por conceptos como utilidad, riesgo, costo-beneficio, y demás límites que nos impone la “adultez”, vale la pena recordarnos como seres capaces de crear, apreciar, vivir belleza, no sólo en sentido estético (asumo como belleza todo lo que enriquece: conocimiento, bondad, respeto), sino como alimento, como disparador intelectual y sensitivo.
El objeto artístico, entendido como vehículo de la belleza, nos muestra el lado VIVO que llevamos dentro, nos sensibiliza, abriendo las puertas y las ventanas de nuestra mente y nuestra alma; aceita y destraba engranajes conscientes e inconscientes, nos hace permeables, capaces de descubrir nuevas perspectivas, apreciar las diferentes texturas, no sólo del objeto en sí sino de la realidad en general, nos altera, nos modifica. Y al poder cambiarnos, el arte (y la belleza en cualquiera de sus formas) es capaz de modificar el estado de las cosas. Si bien no abrupta o inmediatamente, en la medida en que nos vayamos rodeando, impregnando de belleza (esa belleza global) podremos ir cambiando, nosotros, nuestro entorno (nuestras actitudes, nuestra influencia en los que nos rodean) y, a la larga, una porción cada vez más grande de esa realidad, como una mancha de aceite.
Claro, esta situación dada en un solo individuo o en individuos aislados, es muy probable que se diluya, que sea ahogada por la dura cotidianeidad de una cultura de lo efímero, del consumismo, del caos mercantilista y pirata que medra exacerbando la ambición, la mezquindad, la prepotencia y el odio prefabircado.
La belleza, una cuestión de estado
Es por eso (Perogrullo dixit) que el rol del Estado es fundamental para asegurar el acceso a las distintas instancias de belleza (educación, ingresos dignos, esparcimiento: BIENESTAR GENERAL, como dice el Preámbulo de nuestra Constitución) de todos los niveles sociales, especialmente de los históricamente más relegados. La democratización de la cultura es factor indispensable para el progreso bien entendido. Un país con el 80% de la población excluida de las más (y las no tanto) importantes manifestaciones culturtales, con un nivel de ingresos que los aparta de una educación decente o directamente se la niega, ya sea por falta de establecimientos accesibles, ya porque el tiempo que deberían dedicarle a la educación, al enriquecimiento intelectual, al disfrute de la belleza, deban ocuparlo en tareas para lograr una mínima manutención, no sólo no saldrá del estancamiento sino que está condenando a las generaciones futuras a un achatamiento progresivo, ya que con menos instrucción sólo podrán acceder a los puestos de trabajo de menor categoría y menor remuneración, entrando en el círculo vicioso bajos ingresos-baja instrucción-almentación deficiente-disminución del cociente intelectual (cosecuencia harto probada, junto con una disminución del tamaño corporal) para terminar siempre como carne para las empresas ávidas de mano de obra barata.
De ahí la necesidad y la obligación del Estado. Obviamente, mientras el aparato político responda a los intereses de las corporaciones económicas y a los de su propia corporación, la belleza seguirá siendo un artículo de lujo, patrimonio exclusivo de quienes puedan pagarla. Para el resto mantendrá su entidad de entelequia incomprensible, como un unicornio flotando dentro de una pompa de jabón, un superfluo divertimento siempre ajeno. En definitiva, hablar de la belleza no es como una disertación sobre el sexo de los ángeles, un juego de abalorios. O sí, de cualquier manera todos deberíamos tener el derecho de entablar conversaciones bizantinas sin que eso signifique sacrificar un plato de comida. Belleza para todos, es la consigna.
— DHB
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Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera