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La poesía es quizás el arte más incomprendido (y menos difundido) por lo inasible, ya que pertenece y está dirigido al mundo de las ideas, a ese universo quebradizo, voluble, contradictorio, pleno de infinitas bifurcaciones, efímero en su incosistente levedad (como el humo de un fantasma incinerado por el fuego de la palabra) que es el intelecto.
Es el elemento que altera decididamente nuestras propias abstracciones, nuestros deseos más incógnitos, nuestras imágenes más oníricas, nuestras angustias más soñadas o nuestros placeres más temidos.
Carece de la solidez de la escultura, que nos da la seguridad de lo palpable en tres dimensiones. Tampoco tiene la bidimensionalidad figurativa de la pintura (por más abstracta que ésta sea). Y aunque la música sea quizás el arte más abstracto, tiene la corporalidad que le da su incidencia directa en los sentidos y la emoción. Por su parte la danza casi se podría decir que es tan concreta como la escultura, aunque con plasticidad.
Entonces nos queda la poesía como la más completa e insustancial indefinición. Paradójicamente, ya que busca, en su eterno andar en las tinieblas, el eco de las almas, y a su través, el de los cuerpos.
Y tal vez, sólo tal vez, también paradójicamente, esa misma inconsistencia versátil, esa dúctil transparencia, la convierta en la mayor de las artes.
Por algo cualquier excelsa melodía que escuchemos, cualquier escena prístina que veamos reflejada en una pintura o en una escultura, cualquier estilizado paso de danza que veamos, cualquier bella escena de la vida cotidiana que presenciemos, nos hace decir “es un poema”.
Benditos los inconsistentes panaderos que puedan manipular esa tersa masa plena de implicancias y hornearnos el pan de la belleza.
— DHB
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Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera