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Los contornos de la ciudad se estremecieron sordamente con un movimiento de animal subterráneo. El crepúsculo sobredibujaba un eco rojizo en el círculo lejano del horizonte, pero nadie lo vió (la barrera de hormigón, eterna, inquebrantable).
Si no hubiéramos espantado a los gorriones seguramente se oiría alguna de sus pequeñas voces perdida entre las hojas abrumadas de hollín.
Un lento bostezo se abatió sobre las estructuras desordenadas, geométricas y ásperas de los edificios.
(como tristes y solitarios luceros, comenzaron a nacer ventanas de luz, tímdas y aleatorias, aquí, allí…)
Como una gran taza de café, la ciudad exhalaba un frágil vapor, casi invisible, que se confundía con el humo ineludible, estático y sombrío.
Los sonidos urbanos fueron adquiriendo la típica resonancia de la noche, catedral de fantasmas y sueños. La agresión se diluía en el caldo nostálgico propio de la hora, tal vez distraída por las guirnaldas de semáforos y carteles de neón.
Sólo unas horas. Sólo hasta que reventara, en múltiple eclosión, el nuevo día.
— DHB
Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera