La luna estiraba inútilmente sus dedos entre el follaje, tratando de platear la superficie esmaltada del pantano que, como un mármol nocturno, parecía esperar algo que modelara sus ansias contenidas, la expectante voluptuosidad de su materia. Apenas unas cosquillas lunares chispeaban en el fango dormido.
Como en un ritual silvestre, se sucedían los diversos misterios. Algún ave trasnochada chillaba su insomnio, el viento rezaba la suave plegaria de las hojas, la fauna noctícola ofrecía la fosforecencia de sus ojos como cientos de candelas de subyugante intermitencia desde las copas de los árboles y las enredaderas, que formaban una cúpula barroca, delirante de sueños vegetales.
Sapos, yacarés, helechos, garzas moras y hongos, como estáticos monjes sombríos y silentes, rodeaban el círculo barroso, ese altar primigenio donde aguardaban la concreción del prodigio. Escarabajos, cienpiés y cucarachas, con crujiente paso, arrimaban su curiosidad. Los grillos salmodiaban, monótonos, austeros.
Bajo la penumbra metálica, afelpado por una bruma rastrera, con leves murmullos acuosos, el lodazal inició una danza horizontal de suaves ondulaciones y el universo (ese universo privado, íntimo) calló de repente. Sólo se oía el húmedo sonido de los redondeados pliegues concentrándose, aglutinándose en una sinuosa forma alargada que se contoneaba lentamente al compás de una música interior, secreta y arcaica.
Todas las criaturas, hipnotizadas por las cadencias de esos movimientos gestatorios, parecían contener la respiración, conscientes del suceso inminente.
Al fin, el limo parturiento cuajó en la magnífica espiral de una lampalagua lustrosa, ornada de rosetones pardos, ocelos terracota y filigranas verdosas, que alzaba el majestuoso rombo de su cráneo sobre un astil tachonado de pequeñas ojivas refulgentes. Miraba a su alrededor con grandeza y parsimonia mientras su lengua tanteaba el aire con diminutos latigazos. Los seres testigos del prodigioso nacimiento seguían esperando, sabedores de un acontecer inconcluso y aún más maravilloso, sumidos en un recogimiento respetuoso y anhelante.
Como un lúbrico cordón que se destenza, fue descendiendo, recostándose en el lecho acogedor que vio su origen; se fue estirando y el escamoso cuerpo comenzó a abultarse, retomando la danza originaria, esta vez matizada por leves convulsiones, suaves espasmos que marcaban pequeñas variaciones en sus formas. Al compás de los tenues sacudones comenzaron a marcarse las humanas apariencias. Cintura, hombros, caderas, cabeza y extremidades iniciaron un sensual combate con el ya obsoleto amnios que lo contenía hasta que, finalmente, una mano lo rasgó y quedó quieta unos instantes, expuesta a la intemperie cargada de deseo. Fue otro hito para la montaraz concurrencia, ensimismada, extasiada ante la metamorfosis.
Decidida ya, la nueva criatura se deshizo del viejo ropaje, que cayó a sus pies como un ave dormida. Erguida, luminosa, examinó centímetro a centímetro la superficie de su piel y, a medida que su mirada la iba recorriendo, sus poro florecían. Pequeños pimpollos, zarcillos, hojuelas y espinas fueron vistiendo cada una de sus curvas.
Alzó los brazos en cruz y buscó, entre las hojas, el ojo de la luna. Con una dulce sonrisa agradeció los plateados encajes bordados por el astro en la humedad libre de su piel.
Ensayó con gracia unos pocos movimientos, estrenando los miembros obtenidos.
Miró a su alrededor, esta vez con entusiasmo y gratitud hacia la corte salvaje que con tanta devoción había acogido su llegada.
Inclinó su cabeza a modo de saludo y, lentamente, se internó en la espesura.
— DHB