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Cuando la noche cernió su fosforescencia sobre la piel brillante del río, sobre el murmullo de las hojas, dibujando - sombras en las sombras - las siluetas soñadoras de las plantas, y el silencio comenzó su eterno cuento poblado de remolinos, de ramificaciones secretas, de miradas presentidas, mi alma estuvo ya dispuesta, receptiva, y comenzó a beber, de a poco, el cálido misterio de su encanto.
Se acomodó mi cuerpo al cuenco del tibio regocijo de la hora, mis ojos acostumbraron su asombro a las reptantes, voladoras criaturas que surgían a medida que el hálito nocturno soplaba un renacer de maravillas. Titilaban, arriba, entre el follaje, miríadas de estrellas protectoras que hacían guiños al embrujo del momento. Mis poros contrajeron su ansiosa expectativa erizando el milenario acecho de los vellos de mis brazos y mi pecho, y mi voz suspendió su impertinente vibración hasta el momento en que debiera entonar su salmo verde.
La luna rizaba en el río miles de sonrisas enigmáticas sin alcanzar a turbar la delicada película que envolvía ese momento de dulces acechanzas. A la espera del cíclico milagro, cobijado por el húmedo brillar de la espesura, donde infinitos silencios daban cuenta de un colectivo deseo, me tendí sobre la hierba fresca. Podía ver entre las hojas el diminuto arco que trazaban las estrellas en su milimétrico avance hacia un nuevo comienzo.
Y así, ungido por el bálsamo de esa grata oscuridad, cerré los ojos y realmente pude ver.
— DHB
Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera