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El murmullo de la lluvia ya era una estopa compacta que inmovilizaba los pensamientos e impedía la respiración. Su monotonía jaspeada alargaba la noche, ya de por sí estirada por la fiebre y el insomnio, convirtiéndola en una pegajosa alfombra donde los relojes se desmembraban como insectos en un papel mata-moscas.
Hacía un par de horas que se había cortado la energía eléctrica y el velador a pilas irradiaba un tenue resplandor amarillento, proyectando sombras difusas y cambiantes en los rincones de la habitación, donde yacían, agazapadas y al acecho, las oscuras bestias del delirio, que me miraban con las brazas de sus ojos.
Empantanado en el espeso plasma de las sábanas empapadas de sudor, daba vueltas en la cama con mucha dificultad. Me sentía dentro de un chaleco de fuerza, aunque resistiéndome a la locura impuesta por los fantasmas que me observaban desde ese techo que descendía paulatinamente hacia mí, comprimiéndome contra la calentura del colchón.
El bajo continuo de la lluvia seguía aturdiéndome, empujándome hacia un abismo poblado de bocas abiertas y manos que intentaban asirme y arrastrarme a sus babosas profundidades. Su insistente refrito anestesiaba mis tímpanos, ya no percibía el tamborilleo del agua sobre la calle y los vidrios de la ventana, sólo había una pesadez que oprimía el ánimo y los sentidos. Todos los sentidos. Parecía que, de a poco, iba perdiendo la visión, el tacto, incluso el gusto se me había atrofiado impidiéndome distinguir entre el sabor de mi saliva y el ácido sabor del ambiente viciado del cuarto. En mi febril intento de conservar la cordura boqueaba como un pez fuera del agua, tratando de percibir en mis papilas la textura del aire.
De tanto en tanto los fogonazos de los relámpagos blanqueaban la ambarina penumbra de la habitación. Yo esperaba en vano los estallidos de los truenos que, amortiguados por la densa cortina de agua, apenas llegaban como un sordo retumbo, como la lejana estampida de una manada de rinocerontes espantados por la prepotencia de esa lluvia omnipresente, eterna.
Las horas transcurrían desesperadamente lentas. Yo estiraba el escote de mi camiseta con la ilusa esperanza de librarme de la opresión que me ahogaba, pero la atmósfera, cargada de humedad y sonidos agobiantes, se metía por mi boca, mis ojos y mis oídos, provocando el colapso de mis emociones y mi conciencia. Veía peces, medusas, manchones de plancton, sirenas cadavéricas, ceriantos y una variedad de criaturas abisales desplazándose por el delirante fondo marino en que se había convertido mi dormitorio. Yo sentía el agua penetrando hasta lo más profundo de mis pulmones y el aire que escapaba a borbotones por mi tráquea. Quería aspirar un aire imposible y sólo conseguía que se introdujeran anguilas y cangrejos por mi boca abierta en un clamor que no llegaba a nadie. Ya no sabía si el aberrante mar en el que naufragaba mi desolación era alimentado por la precipitación inclemente o por mi transpiración estimulada por ese clima de sueño atroz. Agitaba mis brazos tratando de nadar hacia ninguna parte, pero parecía atado a esa cama que, evidentemente, se convertiría en mi submarino ataúd.
Ya en el fondo turbio de ese océano inducido, me entregué resignado a un destino que parecía inevitable cuando, de a poco, arriba, en la superficie aún agitada por la tormenta de la fiebre, un resplandor puntual comenzó a relucir como la llegada de un ángel salvador. Su brillo se fue haciendo cada vez más intenso hasta que iluminó toda la estancia y pude ver que la acuática pesadilla se había disipado.
Había cesado la lluvia y el sol de la mañana dio el golpe necesario a mi desmayo, que me tumbó, por fin, en mi lecho, donde una negrura apenas reparadora me sumió en un profundo sueño.
Me desperté a media tarde, con el sol todavía alto, y con un agotamiento de los mil demonios. Con mucho esfuerzo me levanté y me asomé por la ventana. El cielo estaba diáfano, los árboles y el pasto exhibían un verde límpido y agradecido. Los pájaros, librados del confinamiento forzado por la noche y la lluvia, cantaban con una alegría tranquilizadora.
Suspiré hondamente recordando los sucesos que alteraron mi espíritu y mi cuerpo, aliviado por el fin de las tortuosas sensaciones de la noche. Entonces me di cuenta de que estaba descalzo. Busqué debajo de la cama, al tanteo, una pantuflas, pero lo que toqué me dejó paralizado. Con temor me agaché y lo que vi me quitó la respiración: en un charco de agua salada se arqueaba en sus últimos estertores un melanoceto.
— DHB
Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera