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A veces uno se relaciona con los elementos más insospechados, más inesperados, más insólitos y/o más inverosímiles.
Hay personas que establecen una relación fuerte con sus mascotas y a sus allegados puede parecerles (lo he escuchado) patético: “¿Por qué no adopta un niño/a? ¿Por qué no hace docencia? ¿Por qué no participa en una organización social?” Por qué, por qué, por qué… Porque muchos han SUFRIDO los contactos con otras personas y les resulta más fácil, más seguro, más duradero un animalito ¡déjenlos ser!
Otros se relacionan con huertas o jardines, otros tan sólo con su potus o su cactus. Otros con su jardín zen, con su tortuga, que bien podría formar parte de ese jardín zen ya que casi es una piedra que camina. Con su instrumento musical, con su libro, con su ombligo…
En fin, cientos de cosas que no son personas, por X motivo y con X fin, a veces reemplazan al semejante en nuestra necesidad de relacionarnos con algo.
En mi caso, no como sustituto sino como una adicional (y extraña, no lo niego) amistad, he entablado una amable –y a veces cómplice– camaradería con mis hemorroides, término feo, si los hay, ya que nos remite a algo sangriento adosado a una bobina eléctrica (solenoide), cosas sensorialmente incompatibles, una especie de frankenstein culero. Y esa errrrrrrre, que entre esas dos partículas significantes suena como un rugido. Un rugido justo ahí… Hemorrrrrrrrrrroide…
A mí me gusta mucho más el simpático nombre de ALMORRANAS, es más querible, menos agresivo y tiene un sonido que nos remite a ranas con alma, lo que las acerca mucho más a nuestra condición de seres espirituales. Si bien es cierto que las mías son incipientes (¿quieren fotos?), se podría decir que apenas dejaron atrás la etapa de lactancia. Almorranas lactantes… suena medio… no sé… rarito… debería buscar otra comparancia. Pero no, mejor la dejo, impacta fuerte ¿no? “Soy la almorrana lactante y tengo hambre” ¡uy, qué miedito!
Almorranita… No me van a decir que no suena lindo. Sigan leyendo, verán que al final todos querrán tener unas como las mías.
Mi relación con ellas no sólo es de mera presencia, ¡no, qué va! es muy interactiva, con diálogos jugosos (¡jeje!) y actividades conjuntas (obvio).
Por ejemplo, muchos días comienzan con un amable saludo “¡Hola, almorranita! ¡qué coloradita estás hoy! ¿tomamos unos mates? Eso sí, no te ofendas, pero cada uno con su bombilla”. O “Esta mañana tus lóbulos brillan más que nunca!”. Y ella siempre me responde con un pícaro guiño –o frunce, para ser correctos–.
Como en toda relación, suele haber altibajos: “¡Pero che, qué irritable estás hoy!”. Y el inevitable intento (siempre exitoso) de recomposición: “A ver, mi almorrantita preferida, venga que le preparo un ungüentito o un bañito de asiento ¿qué prefiere, mi consentida?”.
Pero no todo es liviandad, melosidad y cursilería. Hay momentos de solidaridad. Muchas noches en las que me cuesta conciliar el sueño ella me canta unas nanas muy tiernas, o me lee ¡Hay que ver qué buena recitadora es mi almorranita! es un placer escucharla recitando a Lorca, a Neruda, a Pizarnik…
Otras veces tenemos profundas charlas sobre filosofía, historia o astronomía. De esta última materia le apasionan los agujeros negros. Es increíble el nivel de conocimiento del que hace gala, hasta he sentido envidia. ¿Nunca sintieron envidia de sus almorranas? La verdad, es un sentimiento que deja un sabor amargo en el alma.
La vez pasada estábamos jugando a la escoba de quince, de pronto dejó los naipes sobre la mesa –boca abajo, claro, somos amigos pero en el juego no hay que confiar en nadie–, me miró con su ojo de ternero huérfano y con su voz de contralto me dijo “Nunca me dejes”. Claro, había escuchado una conversación que tuve con un amigo en la que me recomendaba que me operara. Me dio mucha ternura. Con toda sinceridad le dije que no se preocupara, que nuestra relación se basaba en el respeto mutuo, que hasta el momento no habíamos tenido situaciones de agresión, salvo alguna que otra picazón en el alma y que había sido limada (metafóricamente, claro) con comprensión y buena voluntad.
Solemos divertirnos mucho silbando a dúo. Yo hago la primera voz y ella la segunda, más grave. Pero la muy pícara siempre termina con un vibrato de globo desinflado y nos quedamos riendo un rato largo.
Una tarde estaba yo despuntando una siestita cuando, de pronto, un sonido me llevó a las ambarinas tardecitas de mi infancia. Una melancólica flauta de Pan, al son de “firu fiiiiruuu, firu firu firu firu fiiiiiiirú”, anunciaba el paso del afilador. Emocionado por ese reencuentro me apresuré a levantar la persiana para ver a ese personaje que creía extinguido.
Nada…
Y, ya cayendo en la cuenta de la broma, escucho las risas burlonas de esa almorrana granuja que tan bien había imitado el flautín de ese fantasma cansino que alargaba las siestas de mi niñez.
Una vez habíamos albergado la esperanza de concretar un proyecto que nos tenía entusiasmados: un coro de personas y almorranas. Incluso habíamos ensayado el Canon de Pachelbel. Hasta publicamos un aviso en el diario:
Coreutas se buscan
para la primera experiencia coral humano-almorranística
uniendo voces en la expresión más elevada del canto colectivo.
Requisitos:
- Conocimiento de lectura musical
- No sufrir afecciones intestinales.
Al parecer nadie tomó en serio el aviso ya que no se presentó ningún postulante.
De todos modos canalizamos la inquietud haciendo presentaciones en cantobares, karaokes y cantinas de La Boca. Nos presentábamos como el dúo Las Dos Bocas del Sur. Tuvimos una temporada bastante exitosa. Hasta nos pedían fotos autografiadas, incluso hubo un famosa foto que hasta hace poco circulaba en las redes sociales donde aparecíamos mi almorrana y yo y tenía estampado un beso de mi almorranita.
Pero el tiempo pasa, los años y la vida disipada, plena de excesos, dejan su imborrable huella.
Hoy nuestras voces y nuestros rostros están algo flojos, ajados. Hemos perdido la lozanía que nos hacía brillar en la intimidad y en reuniones sociales. Sin embargo la relación está más afianzada que nunca, es mucho más madura y cálida. Nuestras conversaciones son más bien una comunión de sentimientos apenas insinuados porque llegamos a un punto de conocimiento mutuo en donde casi no hacen falta las palabras. Una mirada, un guiño, una sonrisa cómplice, lo dicen todo.
Para finalizar la semblanza de esta amistad tan cercana, tan íntima, les dejo estos versos que le dediqué en su último cumpleaños y que le provocó una sonrisa de cachete a cachete.
Con el picante se enoja,
los ungüentos la distienden
¡Que vivan mis almorranas,
muerden y no tienen dientes!
Con su boquita fruncida
parece tirar besitos
y soltando silbiditos
se va alegre por la vida.
En ese valle de sombras
donde oculta su sonrisa,
sin pausa pero sin prisa
crece su sueño de alondra.
¡Ay, mi almorranita linda,
mi regalona sin par,
no tenés que preocuparte,
nunca me voy a operar!
Cuado le recité los versos se derritió de ternura, le brotaban las lágrimas, y con la voz entrecortada por emocionados sollozos me juró que ella tampoco me abandonaría, jamás. No se lo digo para no herir sus sentimientos, pero no estoy seguro de que eso sea bueno…
Eso es todo, no me digan que no adoptarían unas almorranitas tan compradoras. Aunque, ahora que lo pienso, en Facebook he visto cientos de gatitos y perritos en adopción, pero nunca una sola almorranita con moño, en una canasta y con mirada de ¡QUEREME!
Buenos días, buenas noches, buenas gambas.
— DHB
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Letras inútiles, confusas, desorientadas, puercas, escandalosas… necesarias para quien las profiriera